Los años 70 fueron fabulosos en mi vida. Celebraron mi botadura con la típica botella de champán lanzada sobre mi cascote, con bendición incluida, risas y muchos brindis. Mis dueños estaban encantados conmigo. Surcamos los mares con noches estrelladas, tormentas, cuyas olas me embestían y zarandeaban como un muñeco, y preciosos amaneceres, cuyo sol nos regalaba sus primeros rayos y envolvía con su calor mientras nos mecíamos en las azules aguas del mar.
Mis niños crecieron sobre la cubierta, jugando con mi timón (mi corazón). Sus pequeñas manos lo amarraban y giraban y giraban como una peonza, hasta que sus padres se enfadaban. Aquellas manos pequeñas, suaves, aunque me hacían a veces rabiar, llenaban mis días de alegría.
Pero el reloj de la vida sigue corriendo, mis dueños ya marcharon hacia otros rumbos, mis niños han crecido, y aunque salen de vez en cuando conmigo, ya no me susurran sus secretos, ni son los piratas del cuento que creamos cuando eran pequeños, y yo, he quedado aquí, amarrado en el puerto, anclado y cogido con la maroma, que envejece al mismo tiempo, y que también me cuenta sus penas.
La maroma a veces me ha soltado y he levado anclas para salir a alta mar, y me he sentido libre, sin nadie que tome el timón para dirigir mi rumbo. He buscado a algún osado, que he creído, iba a llenar mi vida de nuevas aventuras y llenar mi cubierta de nuevas vibraciones, de manos acariciando mi timón y palabras bonitas. Más ha sido una mera ilusión, pues si alguno ha subido a cubierta, me ha encontrado viejo y cansado, con los engranajes ya gastados, devolviéndome a puerto, con mi maroma, que sigue paciente esperando mi regreso.
Y aquí estoy, un barco hoy en día, sin un rumbo fijo ni futuros viajes que realizar, con el timón cada día más oxidado y llorando en soledad por los tiempos ya vencidos y aquellos, que solo sé soñar.
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